MUNICIPIS DEL TARRAGONÈS El Señor Alto de Ardenya |
Por Sant Jordi la pequeña localidad de L’Ardenya se une, de forma particular, a la gran fiesta catalana, la del santo patrón Jordi, la del libro y la rosa, un día en que la bandera de las cuatro barras ondea en balcones y mesas donde se ofrecen esos abanicos gráciles en cuyos aires se escriben las leyendas, las historias, las realidades, los saberes, y que con sólo abrirlos nos van ofreciendo, generosos, sus tesoros. Acudimos, desde Creixell, por una carretera interior de trazado curvo flanqueada por pinos, tres generaciones unidas por el amor a esos libros festejados el 23 de abril. Sergio, el pequeño, con sus cinco años, iba dispuesto a participar en el taller de circo y todo lo que les ofreciera el grupo de animación infantil, de paso que vaciaba los bolsillos de su padre pidiendo refrescos, patatas fritas, caramelos y, sobre todo, el cuento más caro que se asentara en la gran mesa que ocupaba toda una pared de la plaza de L’Esglesia. Sergio hizo eso y mucho más, jugó con Gerard, vio desfilar a los gigantes, a los niños de la Riera de Gaià y su ball de bastons, se extasió con los Castellers d’Altafulla, agradeció una camiseta que le regaló Xavier Rius con el anagrama de Els Diables de La Riera, y posó para todas las fotos que le disparó su abuela. Cuando, unos días después, su padre le pidió que recordara todo lo que los tres habían vivido en L’Ardenya para ir escribiéndolo en el “cuaderno mágico”, donde Sergio pega fotos y recuerda eventos, sobre todo infantiles, el niño dijo que lo que más le había gustado fue “el señor alto que se levantaba el pantalón para quitarse las piernas postizas”. Ante la perplejidad de su padre el niño amplió “sí, ese que llevaba una canasta en el cuello”. Al principio del primer día de la fiesta, en una carpa, el niño, mientras luchaba con una espada que había sido llenada de aire, vio aparecer a un muchacho sobre unos altísimos zancos, que a la abuela le recordó a los danzantes de Anguiano descendiendo por la empinada calle que parte de la iglesia, volteando unas anchas faldas que tapan los zancos. El joven llevaba colgada en el cuello una canasta donde los niños encestaban o no, según el muchacho se agachara, girara a uno u otro lado, o colocara la canasta en la pelota, y no al revés. Acabada la actuación, el zancudo se sentó sobre un contenedor de papel, se levantó los pantalones y se desató los maderos. Estaba rodeado de niños fascinados que pujaban por ver de cerca el milagro, no porque lo consideraran una trampa, sino porque esas prolongaciones eran el artificio que lograban convertir a alguien en un gigante mágico. Las dos primeras generaciones se miraron comprendiendo que, al igual que a ellos, a los pequeños les seguía haciendo ilusión las mismas cosas. La ilusión es algo que habita naturalmente en los pequeños y surge en momentos mágicos que nada tienen que ver ni con las modernas tecnologías, ni con muchos de los mal llamados programas infantiles. Si la imaginación de los niños se deja libre, si no es coaccionada artificialmente, si se deja que los sueños (que llegan ya con los niños, transmitidos por generaciones anteriores) se liberen y fluyan, ellos crearán su propio universo, ajeno al de los adultos, que piensan que la capacidad de disfrutar de un niño está estrechamente relacionada con el dinero que los padres y parientes inviertan en proporcionársela. No todo está perdido mientras un niño, después de innumerables estímulos, sea capaz de recordar, sobre todos, “al señor alto que se levantaba el pantalón para quitarse las piernas postizas”. © Isabel Goig, 2005 |
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