PAISANAJE Picasso y Horta de Sant Joan |
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El objeto de este trabajo es comentar cómo trata Gidel la estancia de Picasso en Orta de Sant Joan, Terra Alta, de la provincia de Tarragona, donde acudiría invitado por la familia de su amigo Manuel Pallarès i Grau, propietarios de la masía Tafetans. El pintor volvía de pasar una temporada en Madrid (vivía habitualmente en Barcelona), donde había sufrido una escarlatina –“a pesar de lo que hayan podido decir algunos biógrafos, no se trataba en absoluto del demasiado célebre collar de Venus, síntoma de la sífilis, que aterrorizaba en la Belle Époque”- (1), y su amigo Manuel Pallarès le propuso ir a Orta para recuperarse, de esta forma correspondía a la buena acogida que él había tenido en Barcelona, en casa de los padres de Pablo. Corría el año 1898, y Picasso pasaría ocho meses en Horta d’Ebre, como entonces se conocería a ese precioso e interesante lugar, para pasar en 1910 a ser Horta de Sant Joan y, en la actualidad Orta de Sant Joan (2). “Pablo se alojó por un tiempo en Can Tafetans, la gran masía de los Pallarès, que poseía también una presa de aceite de oliva (3). En aquellos tiempos, en Orta, pueblo agrícola por excelencia, sólo se hablaba catalán, y Picasso también lo hablaba “lo cual le daría más seguridad a su regreso a Barcelona”. Debido al calor del verano, los dos amigos se aventuraron a dirigirse y vivir una temporada en las montañas vecinas. “Pasaron varias semanas en los Ports del Maestrat, en el seno de la naturaleza salvaje: espesos bosques, barrancos, torrentes helados. Durmieron en una gruta, sobre lechos de hierba, y cocían arroz en hogueras. Eso no les impidió en absoluto seguir dibujando y pintando” (4).
“Entre él y Picasso se entabla primero una amistad ardiente, que sin duda llegó mucho más lejos. Los dos chicos sancionan su unión con un ritual que se remonta a la noche de los tiempos: el gitano, empuñando el cuchillo del que no se separa nunca, se hace un corte en la muñeca y pide a Pablo que haga lo mismo. Entonces mezclan su sangre en señal de eterna fidelidad. Pero el gitano, que comprende enseguida lo imposible de una relación profunda con un muchacho que no es de su raza, prefiera desaparecer. Una mañana, en la gruta, Pablo ya no lo encuentra a su lado… su lecho de hierbas y hojas está vacío. Se queda estupefacto. Su pena es muy grande. Regresa entonces a Horta con Pallarès”. Gidel explica esta experiencia (por otro lado natural entre la juventud todavía no definida sexualmente), por el estado de exaltación del pintor, la naturaleza salvaje, ausencia de mujeres. Una experiencia que, según discurrió la vida de Picasso, no tuvo vocación duradera. Sobre las semanas que vivieron en los Ports del Maestrat, dice Mailer: “Picasso recordaba que, como sólo los podía ver algún cazador furtivo perdido, se volvieron salvajes. Embadurnaban de pintura la cueva, se quitaron la ropa y se quedaron desnudos. Por la noche dormían en un enorme lecho de heno recién cortado; se lavaban bajo una cascada”. Fruto de la estancia en los Ports, pintaría Picasso un cuadro desaparecido, con el título de Idilio (6), representando “a una pareja de jóvenes pastores como perdidos en un inmenso paisaje montañoso, una especie de Edén para unos Adán y Eva modernos”.
“Todo cuanto sé lo aprendí en el pueblo de Pallarès”, refiriéndose a lo que le aportó el contacto directo con la naturaleza. “Contacto también con las cosas, los materiales más corrientes –madera, clavos, cuerdas, cartón y papel-, todo lo que utilizaría más adelante, y con qué ingenio, en pintura y sobre todo en escultura”. Parece ser que un hecho, relatado por Norman Mailer, recogido de las biografías que sobre el artista escribieron John Richardson y Patrick O’Brian, marcaría para siempre la obra de Picasso, haciendo buena la frase con la que comienza este párrafo. Se trata de la mención a una autopsia que se lleva a cabo en Orta a una anciana y su nieta, muertas por el efecto de un rayo. “La autopsia se realizó en el cobertizo del enterrador con un farol por toda luz. En este escenario gótico el vigilante nocturno hizo un corte con su sierra desde la parte superior de la cabeza de la joven hasta el cuello para dejar el cerebro al descubierto”. Picasso se mareó y tuvo que salir del cobertizo. O’Brian llegó a la conclusión “de que una disección tan brutal, la separación de la cara en dos partes, tuvo un efecto tan profundo en Picasso que a lo largo de los años pintaría innumerables variaciones sobre el tema”.
La segunda estancia fue, digamos, distinta. Ya no era el joven de once años antes y su amigo Pallarès no estaba. “El tonto del pueblo –dice Henry Gidel- se enamoró de Fernande y, aunque Pablo, cuyos celos eran enfermizos, no tuviera mucho que temer de él, esta situación le ponía de mal humor. Además, los habitantes del pueblo se habían enterado, Dios sabe cómo, de que la pareja no estaba casada y, por lo tanto, vivía en pecado… Una noche algunas piedras golpearon los cristales de su habitación. Pablo, que se llevaba a todas partes la pistola, salió hecho una furia, esgrimiendo el arma y disparando algunos tiros, lo cual restableció al instante su prestigio”. Parece ser que este hecho, y la costumbre de sacar del bolsillo un gran fajo de dinero para pagar cualquier cosa, impresionaron a la gente de Horta.
A pesar de los pequeños contratiempos, Picasso volvió feliz de Orta y muy satisfecho del trabajo realizado, pues significaba la superación de las etapas “azul” y “rosa” y el comienzo del cubismo. Digamos unas palabras de Manuel Pallarès, el mejor de sus amigos catalanes. Nació en Orta de Sant Joan en 1876, cinco años antes que Pablo. La relación con Picasso, que duraría más de setenta años, comenzó en Barcelona, donde coincidieron en la Escuela de Bellas Artes, que entonces estaba ubicada en la Llotja, donde Pallarès acudía, como se comprenderá, por su amor a la pintura y al dibujo. En esta escuela era profesor José Ruiz Blasco, padre de Picasso, y Manuel Pallarès, a la jubilación de José, ocuparía su plaza. Pallarès visitaría anualmente a Picasso, cuando ya era anciano, acompañado de su nieto. Dicen que nada placía más al pintor de Málaga que recibir a su viejo amigo.
En Orta de Sant Joan hace ya años que recuerdan las estancias de Picasso, no sólo porque se haya transmitido el recuerdo, si no porque han destinado a él un centro que lleva su nombre, “Centre Picasso d’Orta”. Notas:
© Isabel Goig Soler |
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