Atocha 11 de marzo 2004

Mª Angeles Maeso

 

Otra vez es imposible llegar a Atocha.

Otra vez cae la puerta de doscientos kilos

y se abre un foso para los de siempre.

 

Otra vez han gritado las sirenas

a doscientos pasos de las fuentes

y doscientos corazones no se han levantado.

 

Otra vez un mar de hierro al rojo

nos coge por los pies.

 

¿Por qué tantos al sur del agua dulce?

Siempre tantos de este lado, ¿por qué?

¿Por qué tan colosales postigos?

¿Por qué sus ejes tan desquiciados?

 

Siempre tantos fuera del cordón sanitario.

Tantos, siempre de los de siempre.

Tantos tan dormidos, tantos ya para siempre.

Nunca amén.

Silencio

 (11 de marzo del  2004)

Pedro Sanz Lallana

Dicen quienes lo han padecido que,

tras una enorme explosión,

en la consumación de una hecatombe,

instantes después sobreviene un terrible silencio.

 

Un silencio asfixiante acompañado

de astillas de vidrio,

de carne joven esparcida en jirones,

de humo espeso,

de almas deshabitadas.

 

Un silencio mortal

y oscuro.

 

Un silencio en el que la vida y la muerte galopan

bridando de consuno ese instante sólido

en que se amasa el alimento miserable

de la Quimera:

sangre caliente de muchachas con nombres y apellidos

mezclada con las heces de sus verdugos.

 

Un silencio audible en el cuerpo de los muertos

y en los ojos vacuos

de los vivos.

 

De lejos va llegando el dolor

a pie firme:

con el marchamo inconfundible

de la obra típicamente humana.

Y ese silencio se huye aniquilado por los huecos

que dejan los cuerpos al caer,

—flores tronchadas

en cualquier primavera—

y el vacío se rellena de lágrimas amargas

que retumban, imponentes,

como aldabonazos de acero.

 

Cuando todo acaba,

cuando quedo a solas con tanta desolación,

me arden dos heridas en el pecho:

la una, de rabia mal contenida;

la otra, de un silencio turbio que me estalla por dentro.

Hay un móvil sonando

(15 de marzo,  2004)

Pedro Sanz Lallana

La escena es la siguiente:

una hilera de bolsas negras sobre los adoquines

 que perfilan siluetas de cuerpos muertos.

Cincuenta o sesenta.

En un rincón del andén

hay un montón de mochilas aparentemente abandonadas,

sin dueño.

De pronto,

suena un teléfono.

Suena insistente durante unos segundos y luego calla.

Al otro lado, tal vez muy cerca,

 alguien se ha quedado con el gesto crispado,

mirando ese estúpido cacharro

que no sirve para conectar

cuando más se le necesita.

 

Alguien con una gota de hiel en el paladar,

los labios resecos,

el corazón ausente

y la mirada turbia

no puede entender que nadie le responda en ese momento:

 “¡Respóndeme, maldita sea!”

 

Hay un móvil sonando en una mochila

y un corazón sangrando

a timbrazos:

“Respóndeme, por favor”.

 

Y mientras suena el móvil

sigue creciendo el número de cadáveres,

la hilera de bolsas negras,

allí, sobre la acera.

 

La mañana es de un gris-plomo con corazón herido.