PAISANAJE

Carlos Barral y su querencia por Calafell

Carlos Barral

EXTRAVIOS I

Los objetos amables se desuncen
de sus formas templadas y usuales.
Desisten de su nombre y su certeza.
Se olvidan de sí mismos y se quedan
en un rincón sin sitio de costumbre
en el borde del mundo conocido.

Se buscan en su ausencia,
ni están por esta parte ni más cerca,
ni en un lugar seguro.
Ni están. Lo cierto rueda
lentamente y cambiando de sentido

y esa cosa escondida, esa promesa
de posesión, de ser, de compañía,
sufre con quien la evoca, se repliega
llamando ya sin bulto, sin perfiles,

como la tierra blanda, extraviada
esta voz de naufragio o tierra del padre
en la orilla borrosa de un golfo sosegado,
hacia el oriente hirsuto y estéril de la mar.

Carlos Barral
13-12-1988

Carlos BarralEl pasado mes de abril visitamos, acompañados a veces por el pequeño Sergio, una parte de Tarragona, trabajo de campo para otra Mirada, esta vez sobre el Baix Penedès. Recorrimos en primer lugar la costa de esa pequeña comarca, ya muy conocida por nosotros: Sant Salvador, tan ligado a Pau Casals, lugar de nuestras preferencias, a cuya casa-museo entramos a menudo para escuchar, sentados cómodamente en los sillones del pequeño auditorio, el Cant dels ocells, acompañado por las olas rotas allí mismo, mientras un vídeo muestra al maestro dirigiéndose a los reunidos en la primera asamblea de la ONU, diciendo, emocionado, jo soc català. Bregamos con el responsable de seguridad (poco, todo hay que decirlo pues finalmente nos dejaron disparar fotos) protector del nuevo, elegante y carísimo hotel, en cuyo recinto se encuentra integrado el antiguo sanatorio de El Vendrell, que Juan Marsé primero y Francesç González Ledesma después, integraran en sus novelas, Marsé en “La muchacha de las bragas de oro”.

Alguien, mientras tomábamos una cerveza junto a una iglesia del siglo XVIII, creo, que acogía entre sus muros un ábside románico, nos dijo “Calafell fue un lugar muy querido por Carlos Barral”. En ese momento no prestamos mucha atención y bajamos hasta la playa para horrorizarnos de lo que la especulación urbanística, con la aquiescencia como siempre de la administración por aquello de la voracidad recaudatoria, había hecho casi en la propia arena, dejando en medio de feísimos y estrechos bloques de apartamentos, unas casitas, las botigues de todo pueblo pesquero, cuyos propietarios se habrían negado a participar en el festín de la especulación.

En la casa de Creixell, muy cerca también del mar, repasando las notas, nos encontramos una que decía: Barral/Calafell. Recordaba la última etapa del poeta-editor y su imagen de aristócrata altivo convertido en senador del PSOE, una imagen que la televisión de la época mostraba con frecuencia, tal vez por la singularidad de su barba, larga, blanca, sin la compañía del bigote, y una melena a juego. Recordaba también los comentarios de los mentideros barceloneses de la época, o las imágenes de algunas revistas, que mostraban a Barral y su cohorte en Bocaccio. Eran la gauche divine, como bautizara al grupo el sólido narrador Joan de Segarra, algo indefinible a pesar de la definición, un conglomerado que ahora no podía darse como entonces, por la sencilla razón de que más de la mitad de los españoles se creen gauche divine, aunque, para los que conocieron esa época, y también para los demás, sin estilo. Algo completamente olvidado me vino a la memoria, como una foto: en más de una ocasión, acompañada por una chica que trabajaba conmigo, Nuria, nos acercamos por los alrededores de Bocaccio, curiosas por “lo que daba que hablar” ese lugar, pero a horas muy tempranas para las costumbres de las personas que formaban el grupo. Eran cosas de Nuria, que trabajaba de vez en cuando como extra en películas en alguno de los numerosos estudios que había por Barcelona y andaba a la caza por entonces de un actor, conseguido al fin de la insistencia, pero no en Bocaccio.

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Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo y Carlos BarralBarral, Castellet y Gil de BiedmaNosotras no hubiéramos logrado nunca acceder a ese grupo, éramos más (en el caso remotísimo de habernos podido colar en alguno), del de Juan Marsé o Vázquez Montalbán, por aquello del charneguismo, o mejor decir directamente que pertenecíamos al grupo social del Pijoaparte.  Se dio en llamar gauche divine, ya se sabe, a los muy burgueses de izquierdas, como Carlos Barral; los poetas, como el mismo Carlos o Gil de Biedma, que anduvo siempre por Barcelona a pesar de ser castellano, creo, de nacimiento; escritores como Rosa Regás, los Goytisolo, me parece que también Maruja Torres (no sé cómo sería recibida, pues era charnega); musas como la madre de Ricardo Bofill, hijo, Serena Vergano, actriz, y su compañera de celuloide Teresa Gimpera; el arquitecto Oriol Bohigas, los hermanos Moix, los hermanos Tusquets... Lástima que no haya localizado un número de la extinta revista Triunfo, creo que de los años últimos de la década de los sesenta, donde Vázquez Montalbán hiciera una defensa de la izquierda divina. Sólo recuerdo algo así como que la expresión era una trampa lingüística, pero no el razonamiento.

Ya en Soria, recurrimos a la Biblioteca Pública donde, justo es decirlo, cuentan con un fondo importante y variado, tanto, que pude conseguir casi toda la escasa obra de Carlos Barral, excepción hecha de aquello que escribió en catalán, muy poco, ya que, para el editor-poeta, “el catalán era la lengua de los pescadores de Calafell, la de los veranos”. Algo por otro lado común en la burguesía catalana de la época, y no precisamente porque estuviera prohibido (que en los estamentos públicos y sus derivados lo estaba), si no más bien porque no estaba bien visto, no era fino, el cosmopolitismo era practicado por las altas esferas del mundo burgués y, con él, otras lenguas mejor vistas que el catalán. Nótese el caso de la escritora Mercedes Salisachs quien, no sólo no ha escrito absolutamente nada en catalán, si no que se niega a hablarlo (algo que no sucedía con Barral), incluso entre escritores catalanoparlantes. Recuerdo una cinta grabada por mi hermana Luisa, Millennium, emitida por TV3, donde Salisachs era la única castellanoparlante entre escritores catalanes.

En menos de una semana leí “Años de penitencia”, “Los años sin excusa”, “Cuando las horas veloces” (los tres tomos de sus memorias), “Penúltimos castigos” (única novela, también autobiográfica), toda su poesía, ya en antologías o en “Metropolitano”, edición de la Federación de Gremios de Editores de España, 1990, con una ilustración de Antoni Tàpies, que se conserva en el depósito de la Biblioteca de Soria, como también allí encontré la Revista de Occidente correspondiente a julio/agosto 1990, monográfico dedicado a Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma. Y visioné “Carlos Barral a fondo”, entrevista de Joaquín Soler Serrano. De paso, releí los chicos de Atzavara, tratando de encontrar paralelismos.

Muchos del grupo de la gauche divine están retratados en la novela de Vázquez Montalbán “Los alegres muchachos de Atzavara”, ubicada por el autor precisamente en una casa de la provincia de Tarragona, aunque algunos analistas han querido ver en esa ubicación un intento de despistar por parte del autor. Naturalmente se trata de eso. Si bien es cierto que en la provincia de Gerona, donde algunos comentaristas han situado la acción, se reunía buena parte del grupo de burgueses de izquierdas, no lo es menos que Calafell era, asimismo, lugar de reunión, sobre todo, de literatos y poetas. El hecho de situar la novela en la provincia de Tarragona podría ser una pista camuflada en cuanto a que la casa donde se desarrolla la acción está en un pueblo abandonado de montaña, donde los protagonistas han rehabilitado casas, y no a la orilla de la mar, donde Carlos Barral poseía su botiga de mar y donde, algunos de sus amigos, alquilaban por temporadas apartamentos o viviendas para girar, durante el verano, alrededor de la poderosa personalidad del poeta.

Podría pensarse, de hecho se ha dicho más de una vez, que los pertenecientes a ese grupo divino eran gente ociosa. Nada de eso. La trayectoria profesional de cada uno de ellos demuestra lo contrario. Si bien es cierto que podrían haber hecho mucho más, también lo es que no tuvieron necesidad económica de hacerlo, y que el legado de todos y cada uno de ellos es tan importante, que marcó, si no definió, una época. De paso, aunque desde una cierta indolencia, desde unas miras repetidamente burguesas y elitistas, desde una teatral distancia, desde la superioridad no confesada pero patente, lucharon contra del franquismo de forma valiente y decidida, amparados, desde luego, por la posición social y económica de sus familias y de ellos mismos, sin que eso signifique merma alguna, pues tántos otros estaban en la misma situación y no lo hicieron.

El Calafell de sus mejores recuerdos

Carlos Barral“Calafell me ha ido enseñando mucho acerca de mí mismo”, decía Barral. Su padre, co-propietario de la Editorial Seix-Barral, era, antes de nacer Carlos, feliz dueño, primero de una, y en 1935 de dos, botigues de mar en el llamado Trajo de l’Espineta, además de ser patrón de un barco de recreo, el “Capitán Argüello”, paisaje y nave que conforman la infancia feliz del poeta, a cuyo padre recuerda constantemente, tal vez porque murió siendo él un niño, en 1936, a consecuencia de un infarto.

“Calafell era el mito de la infancia feliz (...) el paisaje y la historia de donde procedían todos mis secretos y las recetas particulares de mi modo personal de existir (...) Calafell se convertía en el lugar litúrgico del culto al padre desaparecido (...) En el sacro recuerdo, el padre figuraba como el genio de Calafell y de toda aquella costa todavía no descubierta por las capas representativas de la burguesía barcelonesa (...) Mi familia se instaló en Calafell en 1928, año en que yo nací, durante un par de veranos, provisionalmente, en una casa de alquiler, la de la Borregueta, casi en la desembocadura en el mar de la carretera, y luego en una casa que compraron, en la misma arena, frente al mar. La casa en que yo paso aún mi tiempo libre”.

Era, como hemos repetido, una botiga de mar, lugar donde los pescadores guardaban las redes y las velas, que podría tener su correlación en las barracas de piedra seca que salpican las zonas óleo-vitícolas de la provincia de Tarragona, algunas de ellas muy bien conservadas en el Baix Penedès. Era la casa sin tabiques en la planta baja, pequeña, con gruesas paredes encaladas, vigas y postigos de pino, -“pintadas por el azul ingenuo e implacable, típico del país”- a la que su padre añadió un balcón canario, construido con gruesos troncos de pinos, -“en la que, en invierno, para alcanzar la mesa del comedor, había que contornear un hermoso canot de cedro que se guardaba allí al terminar la temporada, agachándose para pasar debajo de las enormes boyas que colgaban de las vigas y dando la espalda a los arrimadores llenos de pértigas y de remos”. “Dormía, me acuerdo, en una alcoba separada de la habitación de mis padres por una horrible cortina de cretona llena de dromedarios a cuyos lomos viajaban varios niños y un mono”.

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Carlos Barral en su juventudLos recuerdos/noticias de un Calafell pre-Barral le llegan al poeta de sus conversaciones con los pescadores. “En la playa de Calafell había habido, como dicen los pescadores, mucha madera (...) Entre treinta y cuarenta y cinco parejas de bou; más de ochenta veleros de arrastre de sesenta a setenta palmos de eslora. Su mantenimiento ocupaba todo el año a varios calafates y a una familia de veleros (...) Las distintas embarcaciones, cuando estaban todas varadas, cubrían en dos hileras trescientos metros de playa (...) Antes de que instalasen el varadero mecánico, cuando las sacaban a tierra con troncos de caballo y parejas de bueyes, ocupaban más espacio, estaban más desparramadas”.

Las anécdotas e historias se las contaba, entre otros, Pere Xic, como la del terrible temporal de La Candelaria de 1913: “El día largo de navegación que empezó con la calma del amanecer zarpando del puerto de Barcelona, el súbito levante desencadenado que no permitía acercarse a tierra y la decisión de casi todos los patrones que se sabían demasiado lejos del puerto de Tarragona o de la protección del cabo de Salou para alcanzarlos antes de cerrar la noche de fondear con dos rezones y aguantar cara al viento, pero quien hubiera dicho que el viento había de cambiar. Entre Sitges y Cambrils se mantenían al ancla más de treinta parejas. Y en mitad de la noche, el viento huracanado cambió y dio del mediodía. El pero viento, en esa costa abierta que mira al África. Muchos rompieron las amarras. Hubo numerosos naufrágios, muertos. Dos de las barcas que habían alcanzado el abrigo de la punta de Salou se estrellaron contra las rocas y la gente se ahogó a unos metros del acantilado”.

Durante la guerra las casas de los Barral fueron incautadas y los muros cubiertos con la efigie de Durruti, además de ondear la bandera tricolor. “La cosa es que a las tropas de caballería marroquí que acamparon en aquella playa y ocuparon el pueblo durante algunos días en su triunfal marcha hacia el norte, el decorado no les cayó nada simpático; entraron a saco en las casas, descerrajaron los armarios y defenestraron su contenido y cuanto encontraron a mano (...) Cuando volvimos a Calafell en el verano de 1939, la casa ofrecía un aspecto bastante lamentable. Estaba llena de cajas desventradas, de astillas de armario, de muebles cojos... Pero era la materialización del sueño del paraíso recuperado”.

En ese paraíso estaban el viejo Semalero “un vagabundo borracho y entrañable, amigo de los niños y aficionado a los discursos delirantes, las habitaba [as barcas] una tras otra mientras le daban techo”. El senyor Pere, Pere Xic, Ramonet, la “Mil duros” o “Carmeta dels gats”; Ana, de Ulldecona, guardesa de los padres de Carlos Barral; el Tiano, “Pere de la Pipa”, el Tallat, el viejo Tarragoní, la amarilla viuda del David, fusilado por los fascistas... Y los más importantes, Joanot, marinero de su padre “quiso mucho a mi padre y fue muy generoso con nostros después de su muerte, durante los años de la guerra civil. Venía con frecuencia a Barcelona exclusivamente a visitarnos, y nos traía unos inolvidables, inmensos, cajones de fruta que adquiría a cambio de pescado”, murió en un bombardeo en la playa de Comarruga, a continuación de otro en Sant Vicenç de Calders, lugar preferido por la aviación fascista por ser un nundo ferroviario importante. Su hijo “Pau del Joanot”, le enseñó a nadar el verano de 1939. El Dimoni...

En el aquel entonces pequeño y pescador pueblo de Calafell, adquirió Carlos Barral su conocimiento del mundo marinero y marítimo tan profundo, tanto, que fue convirtiéndole, también o sobre todo en su aspecto físico, en un Neptuno, señor y dios de las olas. Este bagaje naturalmente adquirido, queda reflejado en la exposición-narración de los distintos modos de pesca y las embarcaciones y aparejos utilizados para la misma, así como los distintos modos de construir los barcos según los distintos enclaves pesqueros.

Los recuerdos, en la primera parte de sus memorias, muy al contrario de lo que sucedió al redactar la tercera, son finos y azules, como el mar. A veces, a la memoria se la muestra con dos rostros, una pluma en la mano derecha y un libro en la izquierda. Carlos Barral recordaba la infancia feliz con una cara; los duros años de su lucha, primero en Seix-Barral y después en Barral Editores, tal vez por lo dolorosos e impregnados de la sordidez que produce el afán de anteponer el dinero a otros intereses más nobles, los recuerda con la cara vuelta; y para otros acude a la pluma que le llevó a anotarlos y al libro donde se recogen.

Allí, en Calafell, aparecieron también las primera experiencias sexuales, ya fuera puramente visuales o de roce “entre los hijos de los pescadores, me incorporaba a una sociedad de muchachos y muchachas de mi edad que, aunque no eran, como me gustaría ahora que hubiese sido, una animalidad directa y sana, tampoco se puede decir que viviesen atormentados o evitándose”, bien con “la frecuentación de una paraje de entretenidas, libres y solas de lunes a viernes, a cuya casa, un minúsculo pisito con suelos de mosáico de barbería, uno de los primeros que se hicieron para alquilar a turistas, acudíamos un grupo de muchachos a beber coñac y fumra cigarrillos rubios después de cenar”. Y la aventura con la suiza, con la que hacía el amor sobre unas lajas de roca lisa en el viejo camino de Bellveí

Y con ellas los malos tragos. La muerte de Jorge Folch Rusiñol, su amigo íntimo, sobrino-nieto de Santiago Rusiñol, propietaria su familia de la finca “Las Voltas”, en el Baix Camp. “Jorge murió el viernes santo o el sábado de gloria de 1948. Había estado conmigo, en la casa de Calafell, hasta el miércoles o el mismo jueves, porque asistimos, recuerdo, a un vía crucis nocturno con tapadas y descalzas arrastrando grilletes y subimos luego al fortificado cementerio”. La noticia le llegaría en Calafell.

Carlos Barral e Yvonne Hortet en Calafell

Yvonne Hortet, su esposa, quedaría unida para siempre a la vida de Calafell y pasaría a convertirse en la mujer de Barral o Yvonne Barral, trasladándose al mar de los amores de su marido. “Me había casado el 4 de octubre de 1954, en Calafell, con un ceremonial improvisado de tradición veneciana, que comportaba las bodas con el mar. Cada uno desde sus cuarteles, Yvonne y yo, habíamos acudido muy temprano a la destartalada iglesia en construcción, a retirar sacos de cemento, a disponer y desempolvar los arrinconados bancos (...) Mientras, un grupo de marineros, subía desde la playa el Fisis mi sufrido falucho pescador, que quedó aparejado, con la vela izada, a la puerta del templo (...) Gracias a la generosidad de mi suegra, el pueblo bebía gratis en casi todos los bares y tabernas. Las tripulaciones de sardinal no se hicieron aquella noche a la mar y hasta la guardagujas del paso a nivel abandonó el servicio. Y hubo baile promiscuo y cohetes a cargo del borracho oficial del pueblo. Unas bodas con agnación por parte de aquella comunidad supérstite”.

El Fisis era un barco regalado a Carlos y que sustituyó en la navegación primero al mítico “Capitán Argüello”, de su padre, y después al “Manolo”, propiedad de Pau Cagón, de Torredembarra.

Ya casado con Yvonne aparecería en sus vidas, por poco tiempo, un personaje de novela, al menos de relato, el barón D’Anthés, quien compró una finca rústica en la colina de L’Argila, entre el alto Calafell y el Vendrell, con casa, cuadras y establos, el Mas Canyís, “el Mas Canyís fue sobre todo una experiencia retórica con algunas pruebas de tono: quesería casera y asados con cuero”.

Los lugares, unos con nombres reales y otros pertenecientes al mundo de la ficción en su novela, fueron en bar La Marina; el pub New Love, instalado por un artista danés, Sören Touborg; el Paraigües; el Ninot; el restaurante dirigido por el griego Georgios; y el Garbí, tal vez trasunto de L’Espineta, la taberna que abrió Yvonne cuando la hija mayor del matrimonio se casó, a edad muy temprana, dando a la pareja el primer nieto, Malcom, para ayudar así en la economía familiar. Leyendo las memorias de Barral y, sobre todo su única novela, parece lógico que Yvonne decidiera que parte de las libaciones que Barral y sus amigos hacían de forma continuada, se adquirieran a precio de coste, por lo menos, en un establecimiento propiedad de la familia.

Así lo refiere Barral: “Yvonne había fundado una taberna marinera, L’Espineta, resucitando una botiga de mar con toneles en la Eixida, en la playa, no lejos de mi casa. Lo había hecho con la intención de ayudar a Danae y a su nueva familia, proporcionándole un trabajo de fines de semana y vacaciones. Esta taberna se convirtió enseguida, sin que nadie se lo hubiera propuesto, en punto de cita de raros y subversivos, en guarida de filósofos, con gran aprensión de las conformadas gentes del lugar (...) L’Espineta se llamaba así en memoria del antiguo trajo pescador, del barrio de los secaderos y las botigues de los pescadores pobres, los remitgers, barrio que estaba separado del resto de la población, en la parte de poniente de la playa. Espineta es el nombre de un guiso feroz, de un matahambre que se hacía antiguamente con salazón de espina de atún y era el más barato de los cocimientos pensables”.

Deducimos, sobre todo de la lectura de “Penúltimos castigos”, que Ivonne Hortet fue quien realmente solucionaba todos los problemas de la familia, compuesta nada menos que por cinco hijos y el matrimonio. Debió resultarle difícil convivir con un personaje como Carlos Barral, adorado y adulado, sin sentido alguno de los problemas del día a día, aunque pasados los años tal vez haya tomado conciencia, no lo sé, de que ella, como todas casi todas las mujeres que están al lado de un hombre considerado grande, hizo posible esa grandeza. He dicho casi, porque acostumbro a eliminar de estas reflexiones a las astutas segundas compañeras que llegan a la vida de personajes que fueron grandes, para aprovecharse primero del estado senil o casi de muchos de ellos, y después de un durísimo trabajo hecho por las primeras, en algunos casos destrozándolo y despreciándolo. Estoy pensando en Camilo José Cela, por ejemplo.

Sería también Calafell su refugio en los malos y peores momentos de su existencia. Las convalecencias de sus dos intervenciones quirúrgicas motivadas por su empeño en auodestruirse –junto a y con otros de su mismo grupo- mediante lo que él llama elegantemente dipsomanía. Elegancia no le faltó nunca a Barral.

Calafell y la especulación

Calafell se iba convirtiendo en un lugar, junto con otros de la costa de Tarragona, muy alejado del que Carlos Barral había vivido desde su infancia, que el poeta recoge en sus memorias con frases como estas: “Se iba llenando con las primeras hornadas de la pequeña burguesía veraneante”. “Mundo de nuevos ricos”. “Las costumbres, las fiestas, el estilo, estaban regidos por el gusto, llamémosle, neoindustrial, de suburbio enriquecido”. “El oficio de la mar comenzaba a quedar para los viejos”. “El orgulloso y distante Calafell de mi infancia era ya la comunidad servil de tenderos y baristas que la era de la televisión y el turismo pondrían unos años más tarde de manifiesto”. “Calafell se iba volviendo vulgar y feo mientras yo cursaba mi breve carrera de gamberro”.

En los años 50-60, “las antiguas botigues iban cediendo su lugar a las torres de apartamentos, generalmente de exigua planta, altas y estrechas como lapiceros, al amparo de unas ordenanzas locas o desaprensivas y al gusto de arquitectos municipales sin muchas preocupaciones estéticas”. “Y, por supuesto, sufría en carne viva cada demolición de las casitas populares, de las botigues tradicionales (...) Hice numerosas gestiones pintorescas. Muchas con la intención de ayudar a la cofradía local de pescadores a obtener un puerto, aunque fuera engañando a la administración. Pero mi prestigio de rojo separatista no resultaba de mucha ayuda (...) Recogí firmas repetidas veces para que se atajaran las demoliciones al menos en algún rincón mejor conservado, o para sensibilizar a aquellos ayuntamientos de especuladores y caníbales respecto a las ventajas de una política más conservadora de protección del patrimonio popular”.

Con la voracidad constructiva llegó, también, en fin de la pesca. “El último velero de arrastre, de Calafell y probablemente de toda la costa de Tramontana, fue la “Francisca”. Su desguace duró un par de años; fue lento y penoso. Y era ya en la raya de los años cincuenta. La vararon definitivamente delante mismo de mi casa y un temporal de invierno la arrastró, dejándola paralela al mar y ligeramente escorada. Así fue desnudándose progresivamente, perdiendo primero la obra muerta y luego la cubierta arqueada como el lomo de un caballo, y después, poco a poco el forro de las cuadernas hasta mostrar íntegramente el costillar. Y después nada. La “Francisca” había servido de modelo para infinitas acuarelas del propio Amat. En realidad Amat vivía de ella; era seguramente el motivo de más de la mitad de sus cuadros”.

 Calafell, corredor de tránsito de los escritores

Alguien ha definido a Calafell, a partir de los años sesenta, como el “corredor de tránsito de la llamada literatura social”. En realidad toda Tarragona ha sido cuna de personajes relevantes a lo largo de la historia reciente y, la parte de la costa, elegida como lugar idóneo para los ocios.

En nuestro web hemos recogido la biografía de algunos de estos personajes, empezando por el maestro Pau Casals, cuyos restos, una vez muerto Franco, fueron trasladados al cementerio de El Vendrell. Por esto no resulta extraño que, a la vez que esa zona de Catalunya servía de acogedora tierra para escritores y artistas, haya quedado plasmada en la literatura, la pintura y las artes en general. La Sagrada Familia es, según los entendidos y en su decoración, un compendio de las plantas de la zona de Reus. Los remates de muchas de las iglesias del Baix Penedès y el Tarragonés, además de otros edificios como el de Els Pallaresos, se deben a Jujol. Mont-Roig quedó plasmado en los cuadros de Miró. El director de cine Bigas Luna escogió para residencia una hermosa casa en Virgili, núcleo antiguo y noble del Tarragonés. Hasta Joan Brossa tiene su homenaje en Vespella de Gaià gracias al que fuera (no sé si aún lo es), alcalde de este lugar, el también artista Rafael Bertolozzi. Y en el lejano Horta de Sant Joan, cerca de un enclave culturalmente importante como Calaceite (ya en la provincia de Teruel) formó parte de los años adolescentes de Pablo Picasso. José Amat pintó repetidamente, como hemos dicho, la barca “Francisca”, muerta naturalmente en la playa de Calafell. Juan Marsé, cuyos padres adoptivos procedían de L’Arboç, describía esa zona del Mediterráneo en algunas de sus novelas. Otro premio Planeta, Francesç González Ledesma, hacía lo propio. Y, en el recuerdo de todos los que por allí pasaron, para visitar a la familia Barral, quedó grabado Calafell, unido para siempre al recuerdo del patricio devenido en lobo de mar, que fue Carlos Barral.

Como escribía Juan Benet, en su artículo “El efecto Barral”, con motivo del homenaje de la Revista de Occidente: “... pero nadie en Barcelona que se tuviera por un hombre al día podía dejar de tener relaciones con Carlos Barral quien, tal vez sin proponérselo, producía a su alrededor un efecto de aceleración en virtud del cual nadie podía quedarse atrás y empujados por la fuerza centrífuga se movían como la excéntrica”.

Por Calafell pasaron y del Mediterráneo disfrutaron, en algún momento de sus existencias, Jaime Salinas, quien alquiló una casa en Sant Salvador, cerca de la del maestro Casals. El peruano Vargas Llosa, escribió en casa de Barral una parte de “La casa verde”. Gabriel García Márquez y Jorge Edwards llegaron a poner casa. Alfonso Sastre acudió un verano, con Eva Forest, y escribía en una taberna parte de su libro sobre Servet. Gabriel Ferrater, Alfonso Costafreda, Juan García Hortelano, Darío Puccini, y el amigo de alma, Jaime Gil de Biedma. Cortázar pasaba de vez en cuando. Juan Larrea con su nieto cuando estaba recuperándose de su primera intervención quirúrgica, y tántos otros.

Alberto Oliart, muy amigo de Barral, pasaría también por Calafell. Fue ministro, no recuerdo la cartera y le ayudó mucho en sus luchas por las editoriales que llevaron su nombre. Dijo de él, en “Carlos Barral: el hombre y el escritor (Recuerdos y consideraciones)”, Revista de Occidente y refiriéndose a su oficio de político (además de definirlo como “una persona compleja y rica en trazos fundamentales, en matices y en contradicciones”): “Durante los años que fue senador del PSOE por la provincia de Tarragona, Carlos Barral se sintió conforme con lo que estaba haciendo, con sus intervenciones en la Ley del Libro y de la Propiedad Intelectual, con su presidencia de la Comisión de Cultura, con su Ley de Costas; conforme y, en un cierto sentido, liberado”. De esa época de político, Natacha Seseña en “Por orden cronológico”, Revista de Occidente, anotaría: “Fiel a su mediterraneidad, navagaba elegantemente por Madrid dejando siempre el aire impregnado de otra cosa. Carlos hidrataba a los madrileños con unas microesferas propias a base de talento, mismidad, bondad, ironía y uso del florete florentino si era necesario”.

Carlos Barral y Juan Marsé entre amigos

Con Juan Marsé, quien, como ya hemos dicho, procedía de L’Arboç, pueblo perteneciente, como Calafell, al Baix Penedès, y a unos siete kilómetros de distancia, mantenía Barral una especial relación, a pesar de las iniciales diferencias en cuanto a su origen social. “Con Juan Marsé comunicábamos, y lo sigo haciendo, en un dialecto comarcano, el del litoral del Penedés, que los dos aprendimos en la infancia y que hemos ido poco a poco organizando como un sistema retórico de frases hechas y metáforas tradicionales cuya combinatoria ofrece infinitas posibilidades y nos permite casi dialogar a solas en medio de una conversación general. Es, además, un lenguaje de sensualidad jugosa y de grano grueso y veraz”.

De aquel Calafell que fue recogemos un largo párrafo escrito para el homenaje de la Revista de Occidente. Darío Puccini, “Carlos Barral en mis recuerdos y en su poesía”:

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Casa Museu de Carlos Barral en Calafell“Hoy es una de las muchas playas invadidas por el cemento y los rascacielos inmundos que se asoman a la orilla, pero Calafell, hasta finales de los años sesenta, era un pueblecito de pescadores, entre Barcelona y Tarragona, que conservaba todas las características de su humilde origen y de su graciosa estructura. Barcas de gran tonelaje empleadas para la pesca de sardinas, que un cabestrante arrastraba del mar a la playa o los mismos pescadores transportaban a hombros, a la luz de las antorchas, de la playa al mar; una rudimentaria barcaza de salvamento con doce remos, semejante a un antiguo galeón; una fila de casas bajas, una junto a otra y todas paralelas a la playa, de las que los hombres, como los de la familia de los Malavoglia de Giovanni Verga, salían para sus arriesgadas noches de pesca. Ahí, en ese pueblo, en ese mar, Carlos Barral tenía una casa con un gran balcón provisto de una tosca barandilla de madera, y ahí, a ese mar –como él mismo había ordenado- han sido arrojadas sus cenizas, después de su muerte imprevista, a sus apenas 61 años de edad”.

Pero tal vez el más emocionante recuerdo, y con el que queremos acabar este trabajo, se lo debamos a Jorge Edwards en “El mar de la memoria”, donde da fe, aunque desde la distancia, de la despedida de Carlos Barral, cuyas cenizas fueron, cómo no, dejadas caer para que se confundieran con aquello que sea lo que habite el fondo del mar Mediterráneo, justo enfrente del Calafell de sus amores: “(...) Carlos Barral fue la persona que me llevó a Calafell, en la costa de Tarragona, y me ayudó a vislumbrar algo del mundo y de la cultura del Mediterráneo. Al principio, me pareció un lago más bien descolorido, acostumbrado como estaba a la furia, a la intensidad, a las dimensiones del océano mal llamado Pacífico, pero después me familiaricé con su mitología, su poesía, sus historias, estimulado en gran parte por largas conversaciones diurnas y nocturnas con Carlos, y empecé a verlo con otros ojos (...) Llegué con mi familia a Calafell por primera vez, de vacaciones, a comienzos de septiembre de 1964, hace bastante más de veinte años, y esa indigencia paisajística nos impresionó y de inmediato nos empezó a conquistar (...) Ir esa misma tarde al pueblo, elevado en una colina un par de kilómetros tierra adentro; bajar las cinco gradas que bajaban a una taberna oscura, a la sombra del castillo medieval en ruinas; beber un vino perfumado, “cabezón”, sin duda excesivo; comer un pan de payés con aceite de oliva, con ajo, con un poco de tomate, y conversar con un pastor del Alto Panadés, alguien cuyo lujo máximo eran ese pan y ese vino, fueron experiencias decisivas (...) Me han contado por teléfono, a muy larga distancia, la ceremonia de la dispersión de las cenizas de Carlos Barral en ese mar que recorrimos tantas veces.

 Carlos tenía un sentido agudo del juego y de la ceremonia. Era un heredero remoto de la “pose” baudeliriana, del “dandysmo lunar” de Jules Laforgue. No es extraño, en consecuencia, que haya contagiado a sus vecinos de Calafell. Hasta sus peores enemigos habrán pensado, de pronto, que el “seny”, esa sólida forma catalana del sentido común, no basta para que podamos tolerar la existencia. Me dicen que los pescadores formaron un cortejo de barcos para acompañarlo hasta alta mar, y que la caravana iba presidida por Yvonne y por el nieto Malcolm en el “Capitán Argüello”. A mí me habría gustado asistir a esa despedida. Ese mar que él había reinventado, que había domesticado en la imaginación, permanece ahora en las memorias suyas”.

© Isabel Goig Soler

 

Bibliografía de Carlos Barral

- Carlos Barral. “Años de penitencia (Memorias I)”. 4ª edición, 1982. Alianza Tres.
- Carlos Barral. “Los años sin excusa (Memorias II)”. 1ª edición en Alianza Tres, 1982.
- Carlos Barral. “Cuando las horas veloces”. Tusquets Editores, 1988.
- Carlos Barral. “Penúltimos castigos”. Seix-Barral. Biblioteca Breve, 1983.
- Carlos Barral. “Metropolitano”. Comité organizador del Homenaje a Carlos Barral. Federación de Gremios de Editores de España. 1990.
- “Carlos Barral”. A fondo. De la serie de RTVE. Entrevista de Joaquín Soler Serrano.
- “Revista de Occidente”. Julio/agosto 1990. Número 110-111. Monográfico dedicado a Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma. Artículos o poemas de: Juan García Hortelano, Juan Benet, Angel González, Alberto Oliart, José Agustín Goytisolo, Carme Riera, José Manuel Caballero Bonald, Jorge Edwards, Darío Puccini, Manuel de Lope, Dionisio Cañas, Natacha Seseña, Antonio García Berrio, Carlos Piera, Jesús Munárriz, Francisco Castaño, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma.
- Vázquez Montalbán, Manuel. “Los alegres muchachos de Atzavara”. Seix Barral, 1992.
- Goig, Isabel/Lahoz, Israel. “Una mirada sobre el Tarragonés”. Ochoa Impresores. 2002.

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Juan Marsé
Carlos Barral - amediavoz.com
Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma y Francisco Brines, Por Harold Alvarado Tenorio

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© Isabel Goig, Israel Lahoz y Luisa Goig, 2005